Como en las viejas profesiones, el ejercicio del diseño está inexorablemente ligado a la figura de un cliente; diseñamos por y para ellos. El arte está en dejar de lado muchas de nuestras presunciones y poner nuestro talento al servicio de un tercero.
El diseño responde a una necesidad. En este sentido, nuestra profesión tiene mucho heredado de los viejos artesanos gremiales, tan antiguos como nuestra civilización. Abrimos las puertas de nuestro negocio y esperamos a que, buenamente, el cliente que nos necesita entre por la puerta y elija nuestra oferta basado en una promesa muy simple: si le funciona –y gusta– lo que hemos hecho para otros, posiblemente le parecerá adecuado lo que podemos crear para él.
Imaginemos el caso de un sastre. El comprador potencial entra por la puerta en un momento que él define. Aunque el detonante de esa visita puede ser producto de una reflexión anterior: una ocasión especial, una búsqueda de tener algo único, un deseo de mejorar la apariencia o una renovación del vestuario. El entendimiento de esos motivantes es esencial para el buen desempeño del sastre. Es evidente que, en una boda, no es lo mismo ser el novio que la madre, el padrino que las damas de honor, o un invitado que un músico de la orquesta. Se trata del mismo evento, pero los detonantes son muy distintos y también lo son los presupuestos destinados.
Una vez clarificada la intención de la compra, es razonable entender el contexto en el que se utilizará la prenda. ¿Para qué clima será? ¿Hay que combinarlo con otra? ¿Ecualizarla con la de otra persona? ¿Con el lugar y su decoración? ¿Hay que respetar una tradición? ¿Un código social o local? Esos detonantes darán pie a que el sastre pueda proponer una o varias ideas. A menudo no es necesario dibujarlas, tan solo describirlas o ejemplificarlas con otras prendas similares. Es un momento crucial del proceso, tal vez el más importante, pero no es el producto final y está muy lejos de serlo. Eso sí, define un lenguaje común ante el que discutir y co-crear con el cliente.
Son imprescindibles las mediciones del cuerpo del cliente, sus características físicas y posturales. Los materiales entrarán en el juego seguidamente: telas, herrajes, botones, hilos… Éstos son tan solo un insumo para el sastre pero, en la elección acertada de proveedores, calidades y estilos, residirá gran parte del éxito final. Una vez definidos estos cómos, será tiempo de armar la pieza para el cliente. Ante las sucesivas pruebas y avances, el sastre la irá ajustando para hacerla cada vez más única, para que le sienta –y se sienta– bien vistiéndola. Incluso es momento de realizar algunas delicadas recomendaciones que, en estricto sentido, quedarían fuera del encargo: tal vez bajar un poco de peso, tal vez enfajarse un poco, tal vez qué tipo de ropa interior utilizar; también sobre los accesorios y complementos: zapatos y cinturones, calcetines, camisas, corbatas y pañuelos. Entonces y sólo entonces, el producto estará terminado.
Las similitudes del oficio del sastre con la profesión del diseño son innegables. La lista es larga: no estamos ante una industria de prêt-à-porter sino de productos a la medida –o a la necesidad– y al gusto del cliente; estamos sujetos a las tendencias y modas; a la influencia de las nuevas tecnologías y maquinaria, etc. Más allá de estos paralelismos puntuales, enfatizo tres ejes que considero determinantes en el ejercicio del diseño.
En primer lugar se trata de una profesión basada en la persona. Es admirablemente humana: desafiante, creadora y creativa, social y enormemente dependiente de la capacidad de comunicarnos. Por ello implica tolerar el error, desafiar los estados de ánimo, suplir las carencias y construir con base en la experiencia. No olvidemos que, en innumerables ocasiones, el cliente tiene a su vez un consumidor al que se debe, complicando la ecuación con nuevas variables, todas profundamente humanas.
En segundo lugar, es un ejercicio de co-creación basado en el conocimiento experto de las dos partes. En Ideograma solemos decir que el negocio de nuestros clientes es una idea. Sólo si esa idea es robusta y está debidamente anclada, los diseñadores podremos entrar en el juego para definirla, darle vida, mejorarla, nombrarla, vestirla y comunicarla. Solemos lamentarnos porque, a menudo, el cliente quiere tener la razón pero –como dice mi socio Juan Carlos Fernández– siempre, absolutamente siempre, será la razón.
Finalmente es una disciplina que se cocina en casa, alejada de las instalaciones del cliente. Así que tiene su importancia procurar un espacio ideal para la creación, que sea un gran catalizador del proceso y que promueva la belleza del resultado. Coincido con lo que decía Rius, el gran caricaturista: “no se puede vivir como si la belleza no existiera”.
Estamos celebrando los 50 años de la existencia de la licenciatura en la Ibero, lo cual nos haría pensar que nuestros asuntos son muy contemporáneos pero somos herederos de las viejas profesiones, de los oficios y de sus beneficios. Sobre todo de la dependencia de un cliente y de una necesidad que no podría resolver por sí mismo. Esto es lo que, simple y llanamente, me hace levantarme todos los días con el orgullo de ser parte de una profesión que llegó para quedarse.